Recuerdo que hace mucho tiempo las personas no tenían acceso a tantos zapatos como hoy día, y muchos de nosotros teníamos algún que otro exclusivo y preferido par, con un huequito por el que asomábamos un dedito juguetón.
Recuerdo cuando movíamos los pies rápido, para que nadie notara ese agujero, y hasta nos inventábamos un cuento creativo e interesante para desviar la atención de nuestras piernas.
En aquel entonces, no éramos lo suficientemente débiles, como para permitir que ese hueco en el calzado fuera un problema, más bien éramos lo suficientemente fuertes como para soñar tener un nuevo y lindo par algún día.
A pesar de ese hueco, lavábamos nuestros zapatos, los lustrábamos, y los observábamos con orgullo, por los muchos pasos caminados, los tantos caminos recorridos, y los divertidos juegos en que nos acompañaban.
Ese huequito en el zapato nos hacía entender, cuán fuerte trabajaban nuestros padres para darnos otras cosas más importantes que un simple par de calzado nuevo... sin embargo había días que fantaseábamos con diseñar nuestro próximo par, aunque solo fuera un regalo para 365 lunas después.
Hoy sé, y entiendo, que ese hueco en el zapato nos hizo más fuertes, no nos hizo ver en eso una dificultad, sino un entretenimiento y también una oportunidad para la creatividad al mover en círculos los dedos salientes, y con ritmo creativo.
Ese huequito nos hizo ser más felices...vivir ilusionados porque pensábamos que, si usábamos más ese par, pronto tendríamos un reemplazo obligado, y por consiguiente era necesario correr 'más' duro, deslizarse 'más' por el piso, golpear 'más' duro la pelota de fútbol, y pisar 'más' fuerte.
Hoy entiendo que somos una generación afortunada, a la que ese hueco en el zapato nos regaló más seguridad. Gracias a esos pequeños agujeros, no crecimos victimizados por ser pobres, sino orgullosos por tener cosas más importantes por las que preocuparnos: Una de ellas era terminar de romper nuestras zapatillas siendo más felices, y la otra, era lograr tener un nuevo par, aunque tan sólo fuera 12 meses más tarde.
Aprendimos que aquel que tuvo zapatos nuevos, pudo no haber tenido tantas historias que contar, como aquel que fue feliz con aquellos que tenía.
Hoy siendo adultos comprendemos una realidad: Éramos lo suficientemente inocentes como para darnos cuenta que, aún con zapatos nuevos o viejos, siempre había quien no tenía pies…
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